"LA MANZANA QUE CAMBIÓ EL MUNDO: La Vida de Isaac Newton" escrito por el Ing. Julio Chai

 

   En un rincón del mundo, cuando las luces de la historia aún no sabían iluminar completamente a los elegidos, nació un niño frágil como una hoja de invierno. Isaac Newton, según los registros, llegó a este mundo el 25 de diciembre de 1642, el mismo día en que el mundo cristiano celebraba el nacimiento del Salvador. No es casualidad. Nada lo es cuando el aliento de Dios sopla sobre los siglos. Newton no fue simplemente un científico, fue un peregrino de lo invisible, un arquitecto del orden divino que late bajo la superficie del caos aparente.

   Su vida comenzó en Woolsthorpe, un pueblo tan pequeño que parecía dibujado en el margen de un mapa, como una nota al pie en el libro de la creación. Nació prematuro, tan diminuto que nadie pensó que viviría. Pero la gracia de Dios sopló sobre sus pulmones aún débiles, y la vida, como una chispa sagrada, se aferró a él. Fue el primer milagro de su existencia. No era tiempo aún para que partiera. El Creador tenía planes para ese niño, planes que requerían paciencia, sufrimiento, soledad y una mente que pudiera oír los susurros de la eternidad.

   Newton no creció con el bullicio de una infancia feliz. Su padre murió antes de que él pudiera conocerlo, y su madre, Hannah Ayscough, lo dejó al cuidado de sus abuelos cuando se volvió a casar. Este abandono tempranamente tejió en él una sensibilidad oculta, una búsqueda constante de amor y propósito. Aquel vacío, lejos de quebrarlo, lo hizo mirar hacia lo alto, como los profetas que, en la sequía del alma, buscan el rocío del cielo. La Biblia, la ciencia, las estrellas y la alquimia se convirtieron en sus compañeros silenciosos, y con ellos empezó a construir una relación con Dios que no era de ritual, sino de reverencia intelectual y espiritual.

   Newton era un hombre de preguntas sagradas. No se conformó con comprender cómo caen las manzanas. Quería saber por qué caen. Por qué el universo obedece leyes. Por qué existe el orden. ¿Quién diseñó las órbitas de los planetas con tanta precisión, si no un Creador lleno de sabiduría y propósito? Detrás de cada fórmula, detrás de cada experimento, Isaac Newton buscaba el rostro de Dios. “La gravedad explica los movimientos de los planetas, pero no puede explicar quién puso los planetas en movimiento”, diría siglos después. No era un escéptico ni un filósofo vacío: era un hombre tocado por la certeza de que la razón y la fe, lejos de ser enemigas, eran dos alas del mismo ángel que custodiaba el conocimiento.

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