"Albert Einstein: De la Ciencia a la Eternidad" escrito por el Ing. Julio Chai
El universo callaba. Un silencio denso, más vasto que el vacío entre galaxias, envolvía la conciencia humana en la aurora del siglo XX. Los hombres caminaban entre fábricas y libros, entre guerras y cánticos, creyendo entender lo que veían, sin saber que lo esencial les era aún invisible. Fue entonces cuando un niño nacido en Ulm, el 14 de marzo de 1879, se atrevió a preguntar lo impensable, a imaginar lo invisible, a desafiar el silencio cósmico con la fuerza indómita de su mente. Albert Einstein, un nombre que siglos después seguiría resonando como una nota infinita en la sinfonía del pensamiento humano, comenzó su vida sin hablar hasta pasados los tres años, como si supiera que las palabras no bastarían para lo que él tenía que decirle al mundo.
"La imaginación es más importante que el conocimiento", dijo más tarde, como un desafío a los dogmas de la razón. Aquella frase no era solo una cita, era una declaración de guerra contra el conformismo intelectual, un grito desde las trincheras del genio hacia los muros que la tradición había levantado. Einstein no llegó para explicarnos el mundo tal como era, sino para mostrarnos que el mundo, en verdad, no era como creíamos. La velocidad de la luz, la curvatura del espacio-tiempo, la relatividad del tiempo mismo: cada una de sus revelaciones fue una pedrada contra los vitrales de la física clásica. El niño callado había crecido para murmurar ecuaciones que trastocarían la eternidad.
Su infancia no fue prodigiosa en los términos convencionales. Sus maestros en la escuela de Múnich, ciudad de relojes exactos y disciplina militar, lo tacharon de soñador, de lento, de insubordinado. Y sin embargo, ese niño de ojos melancólicos y pelo rebelde construía, en su interior, un universo alterno donde los haces de luz cabalgaban sobre rayos y el tiempo se doblaba como si fuera de arcilla. El mundo exterior lo rechazaba, pero su mundo interior ardía como una estrella joven. "Lo esencial es invisible a los ojos", escribió Antoine de Saint-Exupéry, sin sospechar quizás que Einstein había vivido esa verdad desde su primer latido.
En 1905, cuando aún trabajaba como oficinista en la Oficina de Patentes de Berna, publicó cinco artículos que cambiarían para siempre la historia de la ciencia. Uno de ellos, sobre la equivalencia entre masa y energía, nos regaló la ecuación más famosa jamás escrita: E = mc². En apenas unas letras, Einstein destiló el poder del cosmos, la energía que duerme en cada partícula, el aliento secreto de las estrellas. Fue como si hubiera descubierto la partitura oculta de la creación, la música callada que hace girar los planetas y brotar los átomos.
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