'"EN LA MENTE DEL INFINITO: La Vida de Bernhard Riemann" escrito por el Ing. Julio Chai

 

En una aldea alemana donde el invierno mordía con los dientes del silencio, nació un niño que no alzaba la voz, pero cuya mente ya susurraba fórmulas que desafiaban al universo. Se llamaba Georg Friedrich Bernhard Riemann, y al igual que los árboles más altos crecen en la oscuridad de la tierra antes de acariciar la luz, su genio brotó del retraimiento, de la timidez que abriga secretos que nadie más sospecha. 

Era 1826. En Breselenz, un lugar tan pequeño que parecía ajeno al tiempo, se gestaba una mente que no tenía límites. Su padre, pastor luterano, le hablaba del alma como si fuera un bosque invisible, y su madre tejía silencios entre las paredes frías de casa. Riemann fue un niño que encontraba consuelo en los números. Mientras los demás aprendían a hablar con la boca, él hablaba con la geometría del mundo.

"Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado", dijo alguna vez Buda. Y Riemann pensaba como si la eternidad lo apremiara. Su primer contacto con la matemática no fue con ecuaciones, sino con asombro. En el rincón de una biblioteca, abrazado a un libro de Legendre, el pequeño Bernhard se entregó a una lucha titánica contra símbolos que parecían hablar otro idioma. A los 14 años, ya comprendía lo que muchos no entienden en una vida entera. Su maestro, Heinrich Schulz, decía: "Riemann no estudia las matemáticas, las respira". 

Pero lo que hace de su historia un misterio fascinante no es solo el intelecto descomunal, sino la alquimia entre el sufrimiento y el descubrimiento. Sufría de problemas respiratorios, y cada tos parecía disputarle un segundo al infinito. Caminaba largas distancias bajo la nieve para llegar a clase, con los pies empapados y la mente en órbitas abstractas. "No hay genio sin una gota de locura", decía Aristóteles. En Riemann, esa locura era un huracán silencioso que arrasaba sin hacer ruido.

Cuando por fin llegó a la Universidad de Gotinga, aquel templo del pensamiento donde brillaban nombres como Carl Friedrich Gauss, lo hizo como un susurro. Entraba en las aulas sin que nadie notara su presencia, pero cuando hablaba, lo hacía como quien abre una ventana al universo. En sus cuadernos, había dibujos de espacios que no podían ser dibujados, superficies que no existían en el mundo sensible. Su lápiz no escribía: descubría.

Una tarde, en 1854, ante el mismo Gauss, dio una conferencia que aún hoy resuena en las entrañas de la ciencia. Titulada "Sobre las hipótesis que están a la base de la geometría", fue un salto sin red hacia la cuarta dimensión. En ella, Riemann insinuó que el espacio no era un escenario rígido, sino una criatura viva, capaz de doblarse, estirarse, curvarse. "El tiempo y el espacio no son condiciones de existencia, sino modos de percepción", escribiría Kant décadas antes. Y Riemann, sin contradecirlo, fue más allá: los modos de percepción también pueden ser modelados con matemáticas.

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